martes, diciembre 30, 2008

La Historia de las Cosas

Aquí un video en tres partes que me pareció excelente. Explica (a prueba de tontos) el modelo de consumo norteamericano, cómo nos afecta, cómo los yanquis dependen del tercer mundo para poder sostenerlo, y sus consecuencias en el planeta. Realizado por una norteamericana a la que habría que aplaudir. De verdad.






martes, diciembre 23, 2008

Si, lo confieso

Reconozco que en la nochebuena siento cosas. Que hay pedacitos de magia que todavía (tal vez a mi pesar) conservo en uno de esos secretísimos rincones que poseemos los cínicos, y que quizás atesoramos, si bien vergonzosamente, por no exhibir los jirones de corazón que aún nos cuelgan de un pulmón endurecido por el humo de tabaco negro.

Tal vez sea que, cuando se acercan estos días, me asaltan la barricada las imágenes de la casa de la abuela, en la calle 8 de La Plata, con su umbroso salón (no se decía living todavía) de baldosas rojo oscuro, a donde daban los dormitorios, el baño, la cocina, y el gran comedor que se abría al fondo. Fondo inmenso para mis 6 ó 7 años, con enormes árboles frutales, el gallinero, gomeros que contaban décadas y un milagroso arroyito que lo atravesaba (y que a mí me parecía un río) en el que una vez me sumergí hasta el cuello, sin quererlo y persiguiendo a mi primita. Terrible humillación que me acosó como hasta los doce, y que fue reiteradamente narrada entre risas por mis abuelos y mis tíos, en cada ocasión apta.

Recuerdo claramente la mesa grande, como para treinta, al costado de la que se armaba la otra, más pequeña, para la docena de purretes de la generación más joven. Quisiera creer que me acuerdo, (pero sin duda es una de esas impresiones transferidas verbalmente) de mis padres y mis tíos, antes de la cena, jugando a la monedita contra la pared, y peleando como chicos, mientras todos correteábamos alrededor, sabiendo que el ganador de la contienda repartiría juiciosamente el botín entre nosotros, quienes saldríamos rápidos hacia el almacén del gallego de la esquina (que por supuesto no cerraba hasta las 11) para comprarnos las golosinas, acompañados por los alaridos de mi abuela "¡ni un caramelo antes de comer, mocosos, que no me maté cocinando para nada!"

En la cena, los chicos escuchábamos (hablar era sólo si alguien nos hablaba), pero por si piensan que esa tiranía adulta nos desagradaba, les cuento que en realidad estábamos fascinados por todos los chismes “de mayores” que, en otras ocasiones, hubieran sido objeto de veto, porque había “ropa tendida”.
A las doce se nos dejaba brindar con medio vasito de sidra. Esa la hacía mi tío del campo, que (también) tenía manzanares en sus tierras de Junín, y era un gallego que había llegado a la Argentina con una mano atrás y la otra también (¿a quién le robé esto?) y su fortuna no era producto del esfuerzo y la laboriosidad sino que se ganó DOS VECES la lotería.
No sé si la sidra era buena, pero todavía hoy sigo prefiriendo la sidra al champagne... cómo decirlo... tiene aroma de familia.

Cada una de las hijas (mis tías) y las nueras (mi madre) preparaban algún plato que mi abuela se encargaba de criticar salvajemente, pero a nadie le importaba un corno, porque de verdad que todo estaba rico siempre, y había mucho.
Porque siempre se cocinaba de más en nuestras casas. Claro, era porque se podía, pero me resultaba lindo saber que mis abuelos, en esos días, tenían siempre abierta la puerta principal, para que pudiera entrar el que quisiera. Nunca, jamás, se rechazó a nadie a la mesa, y siempre había dos o tres lugares servidos de más, porque el abuelo decía que "si llega un invitado inesperado (siempre eran "invitados", aunque no lo estuvieran), no es de buena educación hacerlo sentir incómodo mientras se le pone el plato y los cubiertos". Claro, el recién llegado debía sentirse esperado y bienvenido; y cosa curiosa, no recuerdo que nunca quedara un lugar vacío durante la cena.
Pasado el brindis, era el momento de los juegos (porque en mi familia los regalos se abrían el 25 a la mañana -costumbre perdida sin duda por la ansiedad mercantilista de los 90-, cuando todos volvíamos a lo de los abuelos para el vermouth que abría boca al almuerzo) y esa noche se jugaba en serio: dos mesas de póker, una de hombres y otra de mujeres jóvenes y una tercera de canasta o gin rummy para las señoras mayores. Tenía 8 años y ya había aprendido para siempre que el póker era el verdadero deporte de los reyes (a la merda con el turf).

Como a las tres de la mañana, en medio de los licores para las damas y el whisky para los caballeros (mi abuelo tomaba ginebra), llegaba la hora de la política (casi todos los tíos eran radicales de Alem y de Yrigoyen). Fue entonces cuando descubrí frases extrañas como "Revolución Libertadora", "tirano prófugo" y "negro cabecita", aunque era a partir de ellas que el radicalismo familiar se partía en dos, y empezaban a aparecer nombres como "Scalabrini Ortiz", "Jauretche" y "Forja", palabra que en ese momento no podía desvincular del trabajo de un herrero.
Esas discusiones también me maravillaban. No tengo claro si por la reyerta en sí, o porque eran las únicas noches en que los chicos teníamos "piedra libre" y nos dormíamos cuando no dábamos más, en el lugar donde caíamos, sabiendo por experiencia que la mañana nos encontraría en nuestras camas o, en su defecto, en la de algún primo vecino.

El 25 era también el día en que la tía Margot desenterraba de su placard prohibido las pilas de revistas de historietas que constituían su único vicio (además del póker, queda dicho) y nos daba permiso para leerlas "sin ajarlas, sin romperlas", a la sombra de los gomeros, mientras de la cocina iban llegando los olores de perdición que producían mi abuela y Eva, la "criada" (y lo pongo entre comillas porque Eva era realmente huérfana, mi abuela la había criado desde bebé, y por supuesto era "como de la familia”, frase que yo pensaba cierta, aunque desde luego era un tonto inocente en esa época).

Los abuelos murieron pronto, la casa grande se vendió. Hasta mis 14 años, la familia hizo algunos intentos de permanecer reunida, pero los hermanos se fueron mudando, el país cambiaba, el golpe contra Illia había dividido las aguas, y aunque algunos primos mantuvieron vivo el gen del radicalismo furioso, otros fuimos descubriendo muy de a poco que los negros cabecitas eran simpáticos a fin de cuentas, y las fiestas de navidad no tenían el mismo sabor.
Habrá sido casualidad, pero allá por el 69 debe haber sido la última vez que la familia tuvo plenario. Un tímido intento (fracasado) de las mujeres de prohibir la política en la mesa habrá puesto en la balanza demasiados principios, no lo se.
Como es lógico, los senderos se bifurcaron y, como jardín ya no había, cada uno hizo la suya.

Nos hemos encontrado a veces, y somos diferentes. Descontando a los que se murieron de viejos, los que quedamos hoy somos gente mayor de lo que eran entonces nuestros padres, y verdaderamente nos hablamos sin comprendernos.
Sin embargo, muy de tanto en tanto tenemos los silencios, con un traguito y un cigarro y, cuando nos miramos francamente (pocas veces, un poco ladeados, con timidez de extraños) recuperamos una media sonrisa de la que no se habla. Es fugaz, es cierto, tal vez sea sólo un guiño imaginario, pero siempre logré escuchar, muy por debajo, muy suavecito, el ruido de monedas chocando contra la pared.

Saludos. Feliz Navidad

lunes, diciembre 22, 2008

La existencia del alma en el Caio


(Nota del hendrix: La narración es vieja y no es mía, ni sé quién es la autora. Tampoco tiene nada que ver con la política -o tal vez si- pero me encantó. Aquí va.)

El Zacarías y yo tomamos mate. Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo, cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá... Entre el Zacarías y yo hubo días sin besos a la mañana, semanas sin dirigirnos la palabra, meses enteros sin juntar los pelos, años larguísimos sin un peso en el bolsillo. Pero no hubo nunca en nuestro matrimonio un solo día sin que él o yo nos sentáramos en silencio a tomar mate.

El mate no es una bebida, corazones de otro barrio. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás sola. Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es “hola” y la segunda “¿unos mates?”.

Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los hijos de puta.

Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. El Caio empezó a pedir a los cinco. La Sofi a los nueve. El Nacho a los tres. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.

Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza:
—¿Dulce o amargo?
El otro responde:
—Como tomes vos.

Yo les escribo siempre a ustedes con el mate al lado del teclado. Leo los comments con el mate al lado. Los teclados de Argentina y Uruguay tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie. Ni a la vieja Monforte.

Escribo esto por algo. Hoy llegamos todos de la calle y el Caio estaba tomando mate solo. Nunca antes había tomado mate solo. Siempre con el Chileno Calesita, o con la hermana, o con nosotros. Solo jamás.

Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.

El Caio no sabe qué carajo le pasa. No va a recordar este día. Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. Yo no me acuerdo de mi día. Zacarías tampoco. Nadie se acuerda. Pero hoy el Caio empezó a tomar mate solo. Hoy, 8 de enero del 2004, a la madrugada. Su padre y yo, escondidos en el pasillo, empezamos a mirarlo con respeto.

Fuente: http://mujergorda.bitacoras.com/archives/000131.html

domingo, diciembre 14, 2008

Salvemos a las tres grandes por ti y por mí

por Michael Moore

Miércoles 3 de diciembre de 2008. Amigos: Manejo un automóvil estadunidense.
Es un Chrysler. Eso no implica respaldo o aprobación. Es más bien un grito pidiendo piedad. Ahora, en aras de la historia que lleva contándose por décadas y que vuelven a contar decenas de millones de estadunidenses, un tercio de los cuales no quiso recurrir a su país con tal de encontrar un maldito modo de ir a trabajar en algo que no se descomponga, les digo: mi Chrysler tiene cuatro años. Lo compré porque se mueve suave y es confortable. Daimler-Benz era dueño de la compañía en el momento y tuvo la buena gracia de colocar el chasis Chrysler sobre un eje Mercedes, y, caray,
que dulce paseo.
Cuando podía arrancar.
Más de una docena de veces en estos años, el carro simplemente se murió. Se le cambiaba la batería, pero ése no era el problema. Mi pá también maneja el mismo modelo. Su carro se le murió muchas veces también. No arrancaba, y nunca había razón.
Hace unas semanas, llevé mi Chrysler a la concesionaria Chrysler de aquí del norte de Michigan –y las últimas reparaciones me costaron mil 400 dólares. A la mañana siguiente, el vehículo no quiso arrancar. Cuando lo pude echar a andar, la luz de alarma del freno se prendió y así estuvo prendiéndose a cada rato. A partir de lo que les cuento, ustedes podrían asumir que me importan un bledo estos ineptos fabricantes de chatarra automotriz con sede en Detroit. Pero sí me importan. Me preocupan los millones cuyas vidas y modos de ganarse la existencia dependen de estas compañías automotrices. Me preocupa la seguridad y la defensa de este país, porque el mundo se está quedando sin petróleo –y cuando éste se agote, la calamidad y el colapso que ocurrirán harán que la actual recesión/depresión parezca una comedia
musical.
Me preocupa lo que pueda ocurrirle a las tres grandes porque son más responsables que nadie por la destrucción de nuestra frágil atmósfera y del diario derretimiento de las capas de hielo polar.
El Congreso debe salvar la infraestructura industrial que estas compañías controlan y los empleos que crean. Y debe salvar al mundo, del motor de combustión interna. Esa vasta y enorme red de fabricación podrá redimirse cuando construya transporte masivo y carros híbridos/eléctricos, y la clase de transportación que requerimos en el siglo XXI.
Por eso el Congreso debe lograr esto no otorgándole a GM, Ford y Chrysler los 34 mil millones de dólares que están pidiendo en “préstamos” (hace unos cuantos días querían 25 mil millones; así de estúpidos son: ni siquiera saben qué tanto realmente requieren para cubrir la nómina de este mes). Si ustedes y yo quisiéramos un préstamo del banco en esta forma, no sólo nos sacarían de una oreja, el banco nos pondría en una suerte de lista negra de calificaciones para futuros créditos.
Hace dos semanas, los ejecutivos de las tres grandes fueron emplumados con chapopote ante un comité del Congreso estadunidense que se burló de ellos de modo muy diferente a cuando las cabezas de la industria se presentaron dos meses antes. En ese momento, los políticos se tropezaban unos con otros en sus desmayos de extrema emoción por Wall Street y sus estafadores al estilo Carlo Ponzi* que cocinaron bizantinos modos de apostar con el dinero de otras personas mediante canjes de créditos sin regulación, conocidos en lengua vernácula común como unicornios y hadas.
Pero los muchachos de Detroit venían del Medio Oeste, del (¡yuk!), donde fabricaban cosas reales que los consumidores necesitaban y podían tocar y comprar, y que continuamente reciclaban dinero a la economía (¡qué horror!, produjeron sindicatos que crearon la clase media y me arreglaron los dientes gratis cuando tenía yo 10 años).
Por todo eso quienes encabezan la industria automotriz tuvieron que sentarse en noviembre y ser ridiculizados por viajar a la capital del país. Sí, volaron en los aviones de sus corporaciones, justo como los banqueros y los bandidos de Wall Street hicieron en octubre. Pero, ¡eey!, ¡eso estuvo OK! ¡Son los amos del universo! Nada sino las mejores carrozas para la gran finanza cuando se apresta a saquear el Tesoro de la nación.
Por supuesto los magnates de los automóviles fueron alguna vez los amos que dominaban el mundo. Le pulsaban el botón a todas las otras empresas que servían –el acero, el petróleo, los contratistas del cemento. Hace 55 años, el presidente de GM se sentó en Capitol Hill y abruptamente le dijo al Congreso, “lo que es bueno para General Motors es bueno para el país”.
Porque, claro, ustedes vean, en su idea, General Motors era el país.
Qué largo y triste el caer de la gracia que presenciamos el 19 de noviembre cuando los tres ratones ciegos recibieron reglazos en los nudillos y luego los mandaron a casa a redactar un ensayo titulado “Por qué me deberían dar miles de millones de dólares en efectivo a cambio de nada”. También les preguntaron que si podrían trabajar por un dólar al año. ¡Tomen! ¡Qué Congreso tan grandioso y aguerrido tenemos! Miren que pedirle servidumbre por deuda a los (todavía) hombres más poderosos del mundo. Y esto, viniendo de un cuerpo sin columna vertebral que no se ha atrevido a enfrentarse a un desgraciado presidente ni a echar por tierra ninguna de las peticiones de fondos para una guerra que ni ellos ni el público estadunidense respalda. Increíble.
Déjenme expresar lo obvio: cada uno de los dólares que el Congreso les dé a estas tres compañías se irá por el escusado directamente. No hay nada que los equipos de administración de estas tres grandes vayan a hacer para convencer a la gente que salga en tiempos de recesión y compre sus grandes productos de pésima calidad, que además gastan enormidades de gasolina.
Olvídenlo. Y así como seguro estoy de que los Leones de Detroit (propiedad de la familia Ford) no van a llegar al Super Bowl –nunca– les garantizo que después de que se quemen los 34 mil millones de dólares, regresarán por otros 34 mil millones el verano que entra.
Entonces, ¿qué hacer? Miembros del Congreso, he aquí lo que les propongo:
1. Transportar estadunidenses es y debería ser una de las más importantes funciones que nuestros gobiernos deberían resolver. Y como estamos ante una masiva crisis económica, energética y ambiental, el nuevo presidente y el Congreso deberían hacer algo parecido a lo que hizo Franklin Roosevelt cuando tuvo que encarar la crisis (y ordenó a la industria automotriz que dejara de producir automóviles y en cambio fabricara tanques y aviones): las tres grandes, de ahora en adelante deben producir sólo carros que no dependan del petróleo y, lo que es más importante, que fabriquen ferrocarriles, autobuses, metros y trenes ligeros (junto con un proyecto público a escala nacional que construya las vías para ellos). Esto no sólo salvará empleos sino que creará millones de nuevos trabajos.
2. Podrían comprar, todos ustedes, las acciones comunes de bolsa de General Motors por menos de 3 mil millones. ¿Por qué tenemos que darle a GM 18 mil millones o 25 mil millones por nada? ¡Con ese dinero compren la compañía! (De todos modos ustedes tendrían que exigir instrumentos colaterales si les conceden un “préstamo” y como sabemos que no podrán cumplir los pagos, al final serán dueños de la compañía. Así que por qué esperar. Compren ahora.
3. Ninguno de nosotros quiere que los funcionarios gubernamentales manejen una compañía de autos, pero hay algunos genios muy listos en transportación a los que podrían contratar. Necesitamos una especie de Plan Marshall que nos haga el cambio a vehículos que no dependan del petróleo y que nos lleve al siglo XXI.

Esta propuesta no es radical ni maneja ciencia de punta. Simplemente necesita de una de las personas más listas que han llegado a la presidencia del país para echarla a andar. Lo que propongo ya ha funcionado antes. El sistema de vías férreas estaba en ruinas en los años 70. El gobierno se lo apropió. Y 10 años más tarde tenía ganancias, así que el gobierno la regresó a una mezcla de participación privada/pública y obtuvo unos 2 mil millones de dólares que ingresaron a las arcas del Tesoro.
Esta propuesta salvará la infraestructura industrial –y millones de empleos. Lo más importante es que creará millones de nuevos empleos. Literalmente nos jalará para sacarnos de la recesión. Por el contrario, ayer General Motors presentó su propuesta de restructuración al Congreso. Prometieron que si el Congreso les daba 18 mil millones de dólares, a cambio eliminarían unos 20 mil empleos. Están ustedes leyendo bien. Les damos miles de millones de dólares para que saquen a más estadunidenses de sus trabajos. Ésa ha sido su “gran idea” durante los últimos 30 años –correr a miles con tal de proteger sus ganancias. Pero nadie se ha puesto a pensar esta pregunta: Si sacan a todo mundo de sus empleos, ¿quién tendrá dinero para ir y comprar un carro?
Estos idiotas no merecen ni un quinto. Despídanlos a todos y adquieran la industria por el bien de los trabajadores, el país y el planeta. Lo que es bueno para General Motors es bueno para el país.
Siempre y cuando quien mande sea el país.

Traducción: Ramón Vera Herrera

* Inmigrante italiano que en los años 20 ideó fraudes muy rentables con
fondos de inversión en Nueva York y cuyo nombre se le da hoy a este tipo de
estafas. N del T.


Nota de hendrix: cualquier parecido con la realidad argentina es mera coincidencia.

jueves, diciembre 04, 2008

8 solidarios años


El lunes pasado, como todos los días hábiles, llevé a mi hijo al colegio. Al llegar, la Directora nos informó que no había clases, debido al fallecimiento de una alumna de 8 años a causa de un aneurisma que le había ocasionado la muerte. Su familia desconocía esta condición.
Hasta aquí, la muerte lamentable de una niñita por causa de un problema que suele afectar a personas mayores, y con el cual podría haber convivido sin saberlo durante años.
Pero lo que quiero narrar es que un par de días más tarde, nos enteramos que su familia, acatando un deseo declarado en una oportunidad por la chiquita, decidió donar sus órganos, medida que se adoptó de inmediato. Ya su hígado, intestino, riñones, válvulas cardíacas, sobreviven en otros pequeños cuerpos de varias provincias del país.
La joven madre, que tomó esa difícil decisión, expresó que sólo estaba respetando y cumpliendo con un pedido que su hijita –sin saber que su muerte se produciría tan prematuramente- le había manifestado hace algún tiempo, y que consideró que ese deseo debía cumplirse.
No voy a escribir –por supuesto- el apellido de la familia. Ya nos ocuparemos aquí en Trelew, estoy seguro de eso, de honrar de alguna forma a esa pibita de 8 años que demostró que tenía muy claro lo que muchos adultos no comprenden: que un mundo mejor se hace entre todos, participando y dando de sí lo que uno tiene para dar.
Mi homenaje público también a esa madre, que encontró la forma digna de ayudarse a superar el dolor y la pérdida, respetando con amor y solidaridad a su hija y haciéndola vivir de alguna manera en otros agradecidos cuerpos y también, espero, en nuestras memorias.

Enrique Gil Ibarra – 4/12/08

miércoles, diciembre 03, 2008

Ya no alcanza con Keynes

por Ing. Enrique Martínez
Presidente del INTI


Uno de los tantos problemas que acarrea la globalización es que nos induce a pensar en un escenario social homogéneo, que abarca todo el planeta, y donde numerosos vasos comunicantes deberían estar actuando, de manera lenta pero persistente, para nivelar la calidad de vida a escala mundial. O, al menos, para que todo conflicto a escala nacional fuera similar, cualquiera sea el país. El fácil desplazamiento del capital, las empresas sin país propio, los movimientos de personas en dimensión nunca vista, ayudan a pensar a los gobernantes -y a los gobernados- que, en definitiva, estamos todos en un gran y único barco.

Es posible. Sólo que un barco con primera, segunda y hasta décima. Y las escaleras que comunican los niveles están, más que bloqueadas, selladas.
Es tanta la diferencia de horizonte y de estructura, entre la sociedad boliviana o la argentina, y aquella de Francia o de Canadá, que resulta inmediatamente cuestionable el intento de aplicar las mismas teorías económicas, en un mismo momento, en todo lugar. Ni siquiera cuando se produce una crisis financiera con la envergadura de la que hoy está viviendo el mundo central.

Tratemos juntos de entender por qué.
Lord Keynes, en cuya memoria se organizan procesiones apenas aparece una recesión, sostenía como idea central, que el Estado debe inyectar en el mercado la demanda que los particulares han dejado de aportar. Las obras públicas, junto con subsidios al consumo y créditos a menor tasa, forman, desde entonces, parte de la receta básica para “volver a crecer”.
Sin embargo, hay una lógica detrás de ese análisis, que normalmente se omite, y que condiciona su aplicación, sobre todo a países con problemas de exclusión y pobreza estructurales. Esa lógica no es otra cosa que postular que la intervención del Estado en la economía debe tener por objeto que el mercado se acerque más a un funcionamiento ideal, donde se alcancen equilibrios entre oferta y demanda. Es decir: la economía la ordena el mercado; al Estado le corresponde apuntalar y sostener ese orden.
En ese escenario, los monopolios, la desigualdad creciente, o la lisa y llana exclusión, se cree que no existen o que no son determinantes de la crisis.
Los últimos 50 años brindan elementos para que quienes no desconfiaban de esta mirada, finalmente deban aceptar que esto no es así de claro. Al contrario, es muy oscuro.
Cuando se pretende salir de la fase recesiva de un ciclo volviendo a una fase “exitosa”, que solo lo es para una parte de la población, algo anda mal. Aparece la necesidad de formularse un interrogante clave: ¿Será posible salir de la recesión global, sin volver al punto de partida, sino yendo hacia una sociedad sin pobres y sin excluidos? ¿Será eso posible en particular en la Argentina?
Implicará un largo camino. Tal vez deba comenzar cambiando el marco conceptual. El Estado debe intervenir. Debe hacerlo con fuerza. Pero, ¿para qué? Ante todo -categóricamente- para conseguir que quienes no generan bienes y servicios con sus propias manos, lo hagan, en beneficio de ellos y de su propia comunidad.
Por lo tanto, bienvenidas las obras públicas. Pero de a miles, pequeñas, en cada pueblo, a cargo de sociedades locales.
Bienvenido el apoyo al consumo. Pero promoviendo con asistencia financiera y técnica centenares de plantas locales de procesamiento de pollos, carne vacuna, leche, panificados y hortalizas, para consumo de la propia comunidad.
En lugar del crédito barato, el aporte de capital transitorio a sociedades nuevas, tanto de producción de bienes de consumo como de bienes de alto contenido tecnológico, que transformen en objetos útiles nuestro buen conocimiento informático, biotecnológico, electrónico, de aprovechamiento de energías no convencionales.

Una nueva y gloriosa Nación, dice nuestro Himno. Una nación sin pobres, equivale al siglo 21. Para eso, las ideas de Keynes son insuficientes. Porque fueron formuladas en otro tiempo y lugar. Porque hay actores muy poderosos que hace 80 años tenían otra entidad. Por mil razones más.
Inyección de tecnología, organización social, confianza en la capacidad de construir desde la base, apoyo a los jóvenes egresados universitarios para construir sus propios caminos, son conceptos ausentes del discurso dominante y de imprescindible presencia en el discurso ganador.
No haremos un país mejor analizando si hay que bajar o no salarios; si un puñado de consorcios encaran caminos, diques o la gran minería, como la única salida productiva; si quedarse en pesos o fugarse al dólar.
O nosotros gobernamos el mercado o el mercado nos asfixia.